sábado, 15 de enero de 2011

Capítulo 1

Sin muchas ganas, entré en clase. La idea de tener tres meses más de clase me horrorizaba. No tenía ni ganas de ver a mis "amigos". Mis vacaciones habían sido placenteras. Nada de salir, sólo unas pocas veces; lo único que había hecho en todo el día era quedarme en la cama leyendo un libro. Así era la chica más feliz del mundo. A veces no necesitaba nada más que un libro con un cigarrillo en la mano, sólo eso me hacía feliz, eso y dibujar. Mi bloc de dibujo era mi diario. Lo llevaba conmigo a todas partes, dibujaba donde sea, hasta en el autobús, aunque con el traqueteo era díficil trazar siquiera una línea recta. A pesar de todo lo intentaba, nunca me doy por vencida. 
La clase estaba como la recordaba: media pared pintada de blanco hacia arriba, media de azul hacia abajo. Las mesas estaban dispuestas en frente de la pizarra, todas ellas de un verde pálido y pintadas, demostrando el aburrimiento de los alumnos en las clases. Avancé hasta la mía. Era una de las más pintadas, por supuesto; a lo mejor era uno de los motivos por los que mis notas eran tan bajas, pero no por falta de inteligencia: era una chica muy lista, pero la simple idea de ponerme a estudiar me aburría. 
Dejé la mochila y en ese instante sentí cómo alguien me abrazaba desde atás.
-¡Dios Mío, Bi! Creía que te había tragado la Tierra. ¿Dónde has estado, en el ejército?
Quise contestarle que no tenía ganas para salir, pero me lo pensé mejor. No es que a mí me importara mucho lo que me dijeran los demás, era sólo que me estaría criticando, y la verdad es que no tenía muchas ganas de aguantar a Diana quejándose de que leer no era productivo, como si ir de compras y hacer comentarios superficiales lo fuera.
Tuve suerte: la llegada de la profesora hizo que no tuviera que contestar. Me senté apresuradamente y fue cuando me di cuenta de que había alguien siguéndola. Ese alguien era alto y rubio, con el pelo despeinado. Sólo pude verle la espalda, pero cuando se dio la vuelta supe que era nuevo en el instituto. Y a la vez me quedé sin respiración. 
Nunca había visto a un chico así. Sus ojos eran de un color violeta intenso (¡violeta!, quién habría dicho que existían ojos de ese color), el pelo despeinado le caía por la frente. Había que reconocerlo, era muy, muy guapo, pero me di cuenta de que tenía un aire de narcisismo alrededor de él.
-Chicos, os presento a Eathan. Acaba de llegar desde Nueva York. Por favor, ayudadle un poco a adaptarse. Eh, Eathan, siéntate ahí.
Detrás de mí había una mesa vacía, que llevaba ahí desde principios de curso. Bueno, esa y otras dos. En mi instituto estaba de moda el repartir mesas por las clases para no tener que juntarlas todas en el teatro y luego quitarlas cuando lo usáramos. 
Eathan se dirigió a su mesa. Al pasar a mi lado, me miró. Si no fuera porque no le conocía, habría jurado que me había mirado... ¿con burla? No pude saberlo, había sido un segundo, que casi pensaba que me lo había imaginado, pero aun así me empezó a caer mal. Se sentó detrás, o más bien debería decir que se dejó caer sonoramente en la silla y que tiró su mochila al suelo. 
Y después clavó su mirada en mí. No es que lo haya visto; en realidad, no lo hice. Pero sentí su mirada fija en mi espalda. Y no podía evitar sentirme incómoda, observada. Su mirada era como un bloque de hierro encima de mí. Y lo tuve más claro cuando mi compañera de sitio, Ainhoa, se acercó a mí y me susurró al oído:
-Bi, el nuevo no para de mirarte. 
Entonces estuve segura. Cuando sonó por fin la sirena, me sentí aliviada por primera vez en toda la clase. Me giré un poco y vi que Eathan estaba mirando hacia otro lado. Me levanté corriendo y salí al pasillo; no quería estar más tiempo del necesario dentro de clase con él. No sabía por qué, pero me daba mala espina. Con asombro, me di cuenta de que nadie me había seguido fuera. Es más, los alumnos de las otras clases entaban entrando en la mía. Metí a cabeza por la puerta y entonces vi lo que pasaba: un corro se había formado alrededor de la mesa del nuevo. Ahí sólo faltaba yo. Y las pocas ganas que tenía de ir fueron patentes cuando Diana me llamó para que fuera. De todas formas, me acerqué, únicamente para quedar bien. Me quedé detrás, apoyada en la pared y con cara aburrida, sin arrimarme demasiado a la mesa por si me veía y tenía que socializarme. Pero quedó claro que me vio, ya que salió de entre la gente y se dirigió a mí. 
-¿Y tú eres...? -me dijo, sin un rastro de acento inglés. 
Me quedé paralizada. No porque no supiera cómo contestar, sino por la arrogancia que había en su voz cuando lo dijo. Eso arranco la mía propia de mi interior y contesté en el mismo tono en el que él me había preguntado.
-¿Y a ti te importa porque...?
Eathan pareció sorprendido, aunque fue sólo durante un segundo. Diana, que estaba a mi lado, me pellizcó para que dejara de hablar, pero las dos sabíamos muy bien que no iba a hacerlo.
-Vaya, tenemos una rebelde en clase. ¿No te han enseñado nunca que no hay que ser maleducada?
¿Me estaba llamando maleducada? ¿En serio? ¿Él?
-Me han enseñado a no hablar con desconocidos.
Eso pareció hacerle gracia.
-¿Desconocido yo? Bueno, si es así -se acercó un poco a mí-, entonces quiero dejar de serlo. 
Le tenía ya a menos de un palmo. A esa distancia era bastante más alto que yo, aunque eso no era muy difícil, ya que, con mi apenas metro sesenta, era de las más bajitas de mi clase. Y del instituto también, a pesar de estar en el último curso y repitiendo.  
Retrocedí.
-Mientras no te tomes ninguna confianza, me da igual lo que quieras.
Todos estaban alrededor nuestro, atentos. Pero había alguien que desencajaba, alguien más mayor, que carraspeó.
Era nuestro profesor de filosofía.
-Bueno, me alegro de que se lleven bien. Eso es bueno, porque van a ser pareja en el trabajo. El señor Smith necesita a alguien que sepa lo que estamos dando. Y ¿quién mejor que tú?
-Pero...
-Sin excusas, señorita Anderson. Ahora todos a vuestros sitios.
Los más rezagados se fueron a su clase, y yo me senté a regañadientes.
No tenía muchas ganas de atender a la clase (o por lo menos de fingirlo) así que saqué mi blog y me puse a dibujar. No sabía qué hacer, pero de repente se me ocurrió algo: tracé líneas, casi sin pensarlas, borraba de vez en cuando y ponía sombras donde las necesitaba. 
Estaba tan absorta que no me di cuenta de que estaban diciendo mi nombre hasta que vi a alguien al lado mío. 
-Espero que eso que está usted haciendo se lo pueda mostrar a todo el mundo, Bridget. 
-Yo...
No me dio tiempo a contestar, ya que me arrebató el blog de las manos y lo miró atentamente, aparentemente sorprendido.
-Espero que tengas este talento en el examen, Bridget, porque sino te puedo asegurar que no apruebas.
Alguien al otro lado de la clase dijo: "Enséñalo", y el profesor, a pesar de mis quejas, lo enseñó. Fuen entonces cuando me di cuenta de lo que estaba dibjando. Era una chica de espaldas, con un vestido largo que llegaba al suelo, y su pelo negro alcanzaba la parte de la espalda donde dos alas nacían y se alzaban, curvándose en lo alto y volviendo a bajar. Nunca me había creído capaz de dibujar algo con tanta exactitud. 
-Quiero verte en el patio en mi despacho, señorita Anderson.
Me devolvió el cuadernó y sonó la sirena (gracias a Dios). Me levanté y vi que Eathan me miraba, me miraba sorprendido. No podía aguantar esa mirada, menos de lo que había aguantado la anterior, por lo que me levanté y me dirigí hacia la clase de griego, con su mirada todavía en mí.

jueves, 6 de enero de 2011

Prólogo

Abrí los ojos repentinamente. Tenía frío, mucho frío. Me arrebujé entre las mantas y traté de calmar a mi corazón sobresaltado. Jamás en mi vida había latido tanto como en ese momento. Respiré hondo varias veces, pero no hacía efecto; me había alterado mucho y sin razón, a menos que yo recordara.
Plumas blancas, brillantes. Refulgían en la oscuridad de la noche. Sólo había soñado con eso. Entonces, ¿a qué se debía el latido acelerado del corazón? No lo sabía. Miré la hora. Seis y media de la madrugada. Aún faltaba mucho para que empezara el instituto. Normalmente me habría dormido, pero ese día no pude, así que dedidí levantarme ya.
Me dí cuenta de que estaba cubierta por una capa de sudor frío, por lo que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, me di una ducha por la mañana. 
Entré en el baño y cerré la puerta echando el pestillo. Dejé que el agua caliente corriera, viendo cómo el vapor se elevaba y se enredaba consigo mismo. Cuando el agua estuvo lo suficientemente caliente, me metí. Eliminé todo rastro de sudor de mi cuerpo y dejé que el agua me empapara, relajando hasta el último músculo de mi cuerpo.
Cuando por fin salí del baño, eran las siete y cuarto. Sin nada más que hacer, y muchísimo más relajada, decidí volver a la cama hasta las ocho menos cuarto, cuando sonaba el desertador. 
Pensé que no iba a lograr volver a dormirme, pero me equivoqué. Caí rendida, y ni siquiera soñé, o al menos cuando desperté no lo recordaba. Me dio igual, de todas formas. Desperté pensando. Y no en cualquier cosa: pensaba en las enormes alas blancas. No supe por qué me había despertado con esa congoja. Eran unas alas preciosas, pero me daban mala espina.
Cavilaba en esto mientras me preparaba para ir al instituto. Era el primer día del segundo trimestre, y, cuando abandoné mi piso, no tenía ni idea de lo largo que iba a ser ese día...