jueves, 6 de enero de 2011

Prólogo

Abrí los ojos repentinamente. Tenía frío, mucho frío. Me arrebujé entre las mantas y traté de calmar a mi corazón sobresaltado. Jamás en mi vida había latido tanto como en ese momento. Respiré hondo varias veces, pero no hacía efecto; me había alterado mucho y sin razón, a menos que yo recordara.
Plumas blancas, brillantes. Refulgían en la oscuridad de la noche. Sólo había soñado con eso. Entonces, ¿a qué se debía el latido acelerado del corazón? No lo sabía. Miré la hora. Seis y media de la madrugada. Aún faltaba mucho para que empezara el instituto. Normalmente me habría dormido, pero ese día no pude, así que dedidí levantarme ya.
Me dí cuenta de que estaba cubierta por una capa de sudor frío, por lo que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, me di una ducha por la mañana. 
Entré en el baño y cerré la puerta echando el pestillo. Dejé que el agua caliente corriera, viendo cómo el vapor se elevaba y se enredaba consigo mismo. Cuando el agua estuvo lo suficientemente caliente, me metí. Eliminé todo rastro de sudor de mi cuerpo y dejé que el agua me empapara, relajando hasta el último músculo de mi cuerpo.
Cuando por fin salí del baño, eran las siete y cuarto. Sin nada más que hacer, y muchísimo más relajada, decidí volver a la cama hasta las ocho menos cuarto, cuando sonaba el desertador. 
Pensé que no iba a lograr volver a dormirme, pero me equivoqué. Caí rendida, y ni siquiera soñé, o al menos cuando desperté no lo recordaba. Me dio igual, de todas formas. Desperté pensando. Y no en cualquier cosa: pensaba en las enormes alas blancas. No supe por qué me había despertado con esa congoja. Eran unas alas preciosas, pero me daban mala espina.
Cavilaba en esto mientras me preparaba para ir al instituto. Era el primer día del segundo trimestre, y, cuando abandoné mi piso, no tenía ni idea de lo largo que iba a ser ese día...

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